“Cuando Jesús oyó que Juan estaba preso, volvió a Galilea; y dejando a Nazaret, vino y habitó en Capernaum, ciudad marítima, en la región de Zabulón y de Neftalí, para que se cumpliese lo dicho por el profeta Isaías, cuando dijo: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, Camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles; El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; Y a los asentados en región de sombra de muerte, Luz les resplandeció. Desde entonces comenzó Jesús a predicar, y a decir: Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”, Mateo 4:12-17
Es el perfecto cumplidor de las profecías, su misión sobre la tierra se inició en aquel entonces y su luz sigue proyectando y alumbrando los caminos del mundo, trayendo claridad a través del Espíritu Santo a las mentes y corazones de los hombres que igual que los de Capernaum, están en oscuridad. Antes de empezar su ministerio, Jesús ayunó y oró porque era necesario que estuviera fortalecido en la presencia de Dios para la obra que iba a cumplir.
Su predicación o proclamación es un mensaje urgente y se resume en una palabra “arrepentíos”. Ante el inminente regreso de Jesús, es urgente un cambio radical en el pensar de la humanidad en cuanto a su relación con Dios.
Su estrategia para ganar el mundo fue revelada desde el principio, un llamado extensivo a los hombres y mujeres para representarle y comunicar su mensaje, por eso la extensión de su reino no depende solamente de Él. Aquí es que debemos entender que Dios nos escogió con un propósito. La iniciativa es de parte de Dios y es soberana, Él llama a los que Él quiere.
En ese entonces llamó primeramente a cuatro pescadores que, por su oficio, sabía que tenían la paciencia, la perseverancia y valor para pescar; eso mismo debían hacer al convertirse en pescadores de hombres. Su respuesta se resume en dos palabras “le siguieron”.
Para caminar tras sus huellas debemos reconocerlo como nuestro Salvador, Maestro y Señor soberano, es un paso de fe que implica una decisión radical ya que su demanda es a la humildad, al amor, a la confianza, a una disposición para aprender y a una obediencia espontánea. En su reino estas cualidades valen más que títulos honoríficos, que riquezas, raza, apariencia física o preparación intelectual.
El Señor mira el corazón humilde y dispuesto. Recordemos que Jesús nunca desatendió las necesidades de las personas, predicaba, enseñaba, y sanaba toda dolencia en el pueblo, interesado primeramente por todo aquello que ataba y esclavizaba a los hombres, como el pecado y sus consecuencias. Ésta hoy sigue siendo la tarea de la iglesia y no debemos descuidarla.
Ojalá nuestra respuesta al llamado que Jesús nos ha hecho sea tan puntual, instantánea y definitiva como la de los apóstoles. Si realmente confiamos en Él deberíamos obedecer en lo que nos mande.